miércoles, abril 02, 2014

La otra cara de Elune


Me había ido a un rincón para pensar, pero Vallefresno evocaba en mí recuerdos maravillosos y dolorosos a la par. Había conocido a Ayshlad en aquel lugar, pero se había desvanecido de un día para otro, como los sueños desaparecen al despertar por más que intentemos aferrarnos a ellos. Había dado a luz a mi primogénito, pero se lo habían llevado como el viento se lleva consigo las hojas del suelo. Todo parecía haber pasado tan rápidamente, y la persona en quien creía poder confiar y hallar consuelo se había distanciado. Me arrepentiré de por vida el haber permitido a Baenre que se llevara a mi pequeño.
No se aleje demasiado —decía la voz de Enthelion a través de la runa.
¿Es éste?
Sí —contesté a la pregunta de Thoribas—. No he salido de la Atalaya. Enseguida regresaré, sólo necesito algo más de... aire.
Tras guardar en el bolsillo del pantalón el objeto comunicador no pude evitar romper a llorar. Jamás olvidaría esos ambarinos ojos entreabiertos, esa naricita tan pequeña, los primeros cabellos verdosos... Era imposible quitarme de la mente esos recuerdos tan hermosos que parecían ya distantes. Era mi hijo, y estaba segura de que jamás volvería a verle.
Tras unos minutos, las pisadas de alguien me alertaron de nueva compañía. Me sequé rápidamente el rostro mientras me ponía de pie. Enthelion me miró mientras se acercaba.
—¿Estás... bien?
—Sí, perfectamente.
Carraspeé para serenar mi voz, sabiendo no haber sonado nada convincente. Antes de que pudiera decir nada más, comenzó a girarse para marcharse.
—Sentaos, estaré arriba —dijo dándome la espalda.
Agradecí a Elune que no fuera como Thoribas y que se diera cuenta de que necesitaba estar sola.

La noche caía sobre Vallefresno lentamente, dándole un encanto único. La estrellada bóveda celeste se vestía de luto y los farolillos iluminaban con luz mortecina los caminos de los bosques. Apenas llegaba un reflejo violáceo a los árboles más cercanos. Nuestros bosques siempre habían poseído cierta magia oculta, una belleza inusitada. Era una gozada hacer guardia en una noche así, aunque mi mente se encontraba ocupada en el hombre de mi vida, Erglath. De vez en cuando dedicaba algún pensamiento a Thoribas o incluso a Enthelion, a quien debía despertar de madrugada. Sin embargo, antes de acostarse se acercó a mí, trayendo consigo el aroma que sutilmente desprendía su piel. Preguntó por la casa situada al noroeste, cerca de la linde con Costa Oscura. Sus palabras tenían razón, estaríamos más seguros allí y el lugar siempre estaba provisto de mantas para los viajeros. El joven guerrero dispuso los sables mientras yo recogía nuestras cosas, y a la salida de la Atalaya nos detuvimos. Nuestros sentidos nos indicaban que en Astranaar sucedía algo, pero cualquier rastro de actividad cesó con rapidez. Aunque estuve tentada a acercarme, retomamos la marcha hacia nuestro nuevo destino.
Dejé mis cosas en el piso superior tras acariciar a mi sable. Cuando regresé a la planta baja me apoyé en la barandilla mientras observaba a mi compañero de aventuras. Subió la rampa del edificio para dejar sus pertenencias y descender en apenas un momento. Era ágil y sus pasos silenciosos para quien no prestara atención.
—Daré una vuelta en busca de una charca durante un rato, si no os importa. Volveré en cuestión de una hora —anunció.
Asentí antes de indicarle dónde se hallaba la más cercana. Cuando se fue, marché a dormir. Estaba cansada, mi cuerpo pedía a gritos que me tumbara. Quería gritar y llorar. Quería desaparecer.

Llevaba unas pocas horas despierta. Había ido a recoger algo de fruta para desayunar y me dedicaba a vigilar el camino, impasible ante la brisa que murmuraba a mi alrededor. Me recordó a cuando estuve con Thoribas en ese lugar, esperando a que Ayshlad apareciera y todavía encinta. Permanecía de pie, junto a la entrada, cuando tras de mí escuché unos pasos. Puse rápidamente al día a Enthelion: Thoribas se retrasaría y la Horda no había dado ningún paso, de modo que iría a echar un vistazo por los alrededores. Monté en mi sable, admirando su belleza. Pelaje suave y blanco, atigrado, con patas fuertes y una excelente dentadura, por no hablar de sus afiladas uñas retráctiles. Eché una ojeada a la Atalaya de Maestra antes de dirigirme a una charca cercana, donde me daría un pequeño baño. Pensé que eso podría relajarme, pero no consiguió surtir efecto. Me embriagaba la sensación de no estar sola, aunque no logré vislumbrar a nadie. Dejé que mi cuerpo se secara con la brisa y me vestí, volví a montar y dejé que el viento me secara el pelo por el camino.
Al llegar no vi a nadie, con lo que asumí que Enthelion habría salido. Sin embargo, no fue así, pues se hallaba en el piso superior, donde me coloqué correctamente el tabardo de nuestra orden.
—Si necesita algo no tiene más que pedirlo. No os resultará beneficioso estar así en estas circunstancias, General.
Le miré con una pequeña sonrisa. Sabía que no me hacía bien preguntarme en cada momento del día dónde estaría mi hijo, y cómo, pero era un tema que difícilmente podía alejar de mis pensamientos. Ojalá me hubiera largado de allí con mi pequeño cuando tuve la ocasión, ojalá no hubiera detenido a Thoribas cuando fue detrás del gnomo para recuperarle.
—Sólo una pequeña cosa: puedes dejar de llamarme General o de tratarme con tanta formalidad. Admiro tu cordialidad, pero no es necesaria.
Percibí esa deliciosa sonrisa dibujada en sus labios mientras permanecía con la mirada al frente.
—Te lo agradezco, de veras.
Charlamos un poco más respecto a la situación, a cómo la Horda había avanzado a través de nuestros bosques y a la pasividad de Thoribas.
—Es una lástima que estemos perdiendo todo esto.
—Madera, es cuanto ven los orcos aquí— dijo en un tono marcado de tristeza.
Era hermoso ver el amanecer en Vallefresno, cómo el sol se alzaba imponente intentando atravesar con sus rayos las copas de los árboles.
—Pero ni el sol puede con el bosque— murmuró—, no sé por qué ellos deberían poder.
—Es como si Elune nos diera la espalda— dije tras unos instantes.
Pese a nuestros pensamientos, Elune no nos había dado la espalda en ningún momento. Todo se estaba viniendo abajo y nosotros éramos los únicos responsables. No habíamos hecho nada, absolutamente nada, por proteger Astranaar y todo cuanto la Horda había atacado. Me avergonzaba por ello. Era como si nos hubiéramos rendido en lugar de darlo todo. Según Enthelion, podría ser miedo. Quería pensar que era porque algunos consideraban más importantes sus vidas que las de todo un bosque, que se debía a que les faltara coraje. Aunque Enthelion aseguraba que a mí no me faltaba, yo no estaba tan segura. Thoribas creería que era, simplemente, estúpida. Fruncí el entrecejo inconscientemente, me ponía enferma acordarme de él y seguía sin estar segura de qué sentía por él. Sabía que me había utilizado y que le odiaba por ello.
—Dame tu opinión, ¿vendrán?— preguntó acerca del grupo que esperábamos.
—Confío en que lo hagan, y creo que lo harán en cuanto haya otro ataque por parte de nuestro enemigo. Sería vergonzoso para una división kaldorei no acudir cuando se le necesita.
—Lamento no tener la misma confianza que tú— confesó.
—Ahora mismo es todo cuanto nos queda, Enthelion. Confiar y tener esperanza.
Asintió y se marchó lentamente bajo mi atenta mirada, la cual aparté una vez desapareció de mi vista. Se dirigía al aserradero. Quedarme sola era como una pesadilla, sólo podía pensar en Erglath y me odiaba a mí misma  por no ir en su busca.

Cogí una pequeña manta blanca de mi mochila de cuero marrón y la llevé conmigo. Rodeé Astranaar hasta llegar a un pequeño campamento kaldorei abandonado a las orillas del lago que rodeaba el pueblo. Encendí un pequeño fuego y observé la manta, abrazándola contra mí. La había limpiado, pero aún quedaban restos de sangre por haber cubierto con ella a mi pequeño tras darle a luz.
—¿Estás bien?
Enthelion se había acercado a mí y ni le había oído llegar.
—Sí, tranquilo— contesté—. Tan solo estaba recordando cómo eran Astranaar y Canción del Bosque antes de que la Horda atacara.
—No es conveniente que nos quedemos demasiado tiempo, Dalria.
Apreté ligeramente la manta antes de echármela al hombro y ponerme en pie mientras le daba la razón. Sí, había sido una estupidez por mi parte ensimismarme ahí, y más encender un fuego.
—Déjame montar contigo— le pedí.
Nos acercamos a su sable y dejé que montara sobre su lomo. Puse las manos sobre sus hombros para montar tras él, aferrándome a su cintura para no caer.

Cuando llegamos a la Atalaya de Maestra, Enthelion desmontó y me tendió la mano para ayudarme a bajar. No me gustó notar el tacto de sus guantes, aunque sin duda eran de excelente calidad. Ambos volvimos a nuestro habitual puesto en la Atalaya y miré al frente, centrando una vez más mis pensamientos en Erglath.
—¿Te ocurre algo?— preguntó, mirándome el vientre.
Seguí su mirada. Inconscientemente había estado acariciándome el vientre, el cual aún estaba algo hinchado.
—Oh, es una costumbre— ladeó la cabeza, no muy convencido al parecer—. Di a luz a finales de año. Aún no he logrado acostumbrarme a... no tener barriga.
Esbozó media sonrisa en sus labios y aparté la mirada rápidamente de ellos, volviéndola hacia el frente. Me preguntó por Thoribas y cuándo tenía pensado venir pero, por más veces que le preguntaba, el druida no cesaba de decir que tenía tareas más importantes. No importaba cuántas veces le reprochara que fuera a permitir que la Horda acabara con cuanto aún nos quedaba en Vallefresno.
—Hago lo correcto simplemente— fue su respuesta.
—¿Lo correcto es dejar que acaben sin más con nuestras tierras?
—Lo correcto es lo que estoy haciendo. Punto.
Era hora de hacer cambios. Me dirigiría a la capital kaldorei por la mañana. Había intentado todo diálogo posible con él, pero no podíamos seguir así.

El Templo de la Luna de Darnassus era imponente y hermoso, tanto su exterior como su interior, tallado en piedra marmórea y decorado por las plantas que crecían sobre sus paredes. Siempre me quedaba embobada mirándolo, pero no tenía tiempo que perder. Debía poner al corriente al Templo respecto al comportamiento de Thoribas desde su regreso. Era inadmisible. Cuando me disponía a entrar, no tuve más remedio que detenerme, pues Thoribas se interpuso en mi camino.
—¿Qué diablos vas a hacer sin mi ayuda?
¿Que qué iba a hacer sin su ayuda? Pude tirar adelante sin su ayuda gracias a su indefinida ausencia y mi recluta no había sido enviado por nadie del Templo. Podía hacer cuanto me propusiera sin la ayuda de nadie, así que no necesitaba la de él. Tras un breve intercambio de palabras, mi paciencia estalló en una bofetada. Miró a su alrededor, pero a mí me daba igual quién se hallara presente. Había agotado el poco aguante que me quedaba.
—No tienes capacidad para llevar esto sola.
—No me conoces lo suficiente como para afirmar eso.

—Lo afirmo, Dalria. No eres capaz.
Tras soltar un par de estupideces más, se marchó sin dejarme acabar. Cuando él decidía haber terminado, los demás tenían que terminar también. Era su forma de hacer las cosas, teniendo la última palabra de todo. Decidí que era mejor posponer mi visita al Templo. Estaba irritada y malhumorada, no informaría de forma objetiva. Además, ¿qué iba a conseguir realmente así? Nada más que darle la razón. No necesitaba que el Templo decidiera nada por mí, sabía perfectamente qué hacer.



Licencia de Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario